En mi anecdotario personal, nunca olvidaré ese miércoles que empezó de manera tal vulgar e insulsa como cualquier otro miércoles.
En mi trayecto laboral habitual suelo disfrutar diariamente de una hora de asueto en el transporte suburbano de nuestra gran ciudad. A veces tengo una suerte inmensa y puedo aposentar mis posaderas en un rígido asiente, pero ese, precisamente, no fue uno de esos días. Este medio de transporte también me proporciona unos placeres olfativos increíblemente variados y me facilita el goce de toda clase de temperaturas ambientales que siempre te dan argumentos para iniciar conversación con los compañeros del trabajo en el office, así como los placeres auditivos de escuchar todo un repertorio de toses y estornudos, algunos memorables e inolvidables, y otros discretos e impersonales. También, últimamente, hay muchos señores que sacan el polvo al acordeón y deleitan los oídos del personal con melodías estridentes y chirriantes que mis padres ya consideran caducas y que me impiden escuchar mi flamante mp3 con la sorprendente música que mi hija se empeña en meterle con la sana intención de modernizar mi ochentero gusto musical.
Así que, una vez transcurrida mi hora habitual de trayecto en ese entorno sin parangón, descendí del vagón y fui a coger las escaleras mecánicas de subida a la calle. Si, lo confieso, hago cola para coger las escaleras mecánicas aunque las escaleras tradicionales estén vacías: tengo poca fuerza de voluntad. Pues lo que decía: cogí las escaleras mecánicas y, al empezar la subida, mi cara quedó casi al nivel del trasero de la persona que me precedía: un culito maravilloso. Me quedé embobada contemplando ese culito portentoso, pequeño, bien hecho y enfundado en unos pantalones marrón claro de lino. Me sorprendí buscando la raya del calzoncillo, pero no la encontré, así que el culito estaba delante mío casi al natural. Luego miré el resto de humanidad que enmarcaba ese culito tan perfecto: una camiseta de manga corta azul marino, unos brazos fuertes y suavemente musculados, unos hombros anchos y un cráneo rapado. Todo él desprendía un olor a limpio y recién duchado. Volví a centrar mi vista en el culito y luego vi que bajaba de nivel ya que habíamos llegado al fin de la escalera mecánica.
El fascinante culito aceleró el paso, y seguí mirándolo desde lejos pero pronto lo perdí de vista al salir por las puertas canceladoras y mezclarse con más gente. En esa estación, antes de salir a la calle, viene un tramo largo de escaleras no mecánicas y por último otro tramo también muy largo de escaleras mecánicas. Así que en el siguiente tramo no mecánico me dediqué a esquivar un grupo de extranjeros que papaban moscas, que se paraban en medio de las escaleras, que giraban y modificaban el rumbo sin ton ni son y sin pensar que tienen gente detrás, así que conseguí, con gran esfuerzo, esquivarlos jugándome la vida y encauzarme hacia el último tramo de escaleras mecánicas que terminaban en la superficie, y la sorpresa fue que, al poner el pie en la escalera mecánica, me encontré de nuevo con ese culito celestial y divino delante de mis narices. No pude evitar sonreír tontamente al percatarme de que el destino me volvía a hacer ese regalo visual y volví a buscar la inexistente raya del calzoncillo y a fantasear con la posible consistencia y textura de tal maravilla de la naturaleza. Estaba yo con la sonrisa tonta todavía en la cara y los ojos abarcándolo en su totalidad, cuando el portento empezó a girarse lentamente. No me lo podía creer: estaba vivo y se movía, y cuando empecé a ver el principio de la cremallera entonces escuché una voz: “perrrrdone”…….
Ayyyyyyy, que el culito me hablaba!!!!!! El culito estaba …. ¡vivo!.
En seguida, en un arranque de lucidez, recordé que un culito no podía hablar y levanté la vista hacia el dueño de ese culito alucinante que me estaba dirigiendo la palabra, preocupada por la posibilidad de que me preguntara el motivo de mi insistente inspección de sus posaderas…….
“perrrrdone,…. El pagque Welll, donde ir ??????”
Uffff, que alivio ver que no se había percatado de mi intromisión visual.
Y me lancé a darle indicaciones claras vocalizando lo mejor posible y acompañando la indicación verbal con unos amplios ademanes señalando la dirección solicitada. Todo ello acompañado de la mejor y más melosa de mis sonrisas mientras la escalera mecánica llegaba al final.
Me dio las “garrrasias” y, dándome la espalda, emprendió su camino. Mi destino me llevaba en dirección contraria y le eché una última mirada nostálgica de despedida a ese prodigio antes de dar media vuelta y seguir mi propio camino.
No dejé de sonreír en un buen rato, pues ese culito y lo cómico y tonto de la situación me habían dejado en un estado de nirvana tonto. Al llegar al trabajo, los compañeros también se percataron de mi sonrisa y me lo hicieron notar con alguna chanza.
¡¡¡Ponga un precioso culito en su vida!!